Comentario
De otras cosas que realzan el ornamento de la ciudad tetzcocana
Es en verdad el más noble y más reciente y más famoso por su artística estructura; en el cual, además de un añoso abeto en medio de uno de los patios, verde aún después de setecientos años y que apenas pueden rodear siete hombres con los brazos extendidos; además de los laberintos inextricables de las calles superiores y de las encrucijadas subterráneas en las que el rey cuando le venía en mente o juzgaba que convenía, se escondía y ocultaba o remaba en chalupas por ciertas galerías y túneles ocultos, sin que nadie lo pudiera ver hasta el lago mexicano, distante casi una milla de su ciudad; además del número increíble de huertos y vergeles y de la variedad de aviarios de muchas clases, jaulas de fieras, piscinas, bóvedas de piedra; además de multiformes canales cuyas esculturas en piedra podían envidiarlas el oro y la plata y aun las mismas gemas; además de las construcciones y mamposterías de piedras y guijarros toscos y desiguales, acomodados con artificio admirable, divididos y separados, pero de tal manera unidos con sábulo y cal, con ligeras depresiones, aplanados y grietas de la mezcla gratas a la vista, que presentaban un espectáculo firme y al mismo tiempo hermoso a los ojos de los transeúntes; además, digo, de todas estas cosas y de otras que apenas pueden alabarse dignamente, se ve algo admirable: veinte o más piedras de grandísimo tamaño, de las cuales muchas son del grosor de cuatro bueyes, embutidas en el piso (?) y estoy suficientemente persuadido de que para levantar una de ellas, apenas bastarían cincuenta mil hombres con tanta penuria de maquinaria. Y no eran para otro uso más que para que las avecillas que acostumbraban espontáneamente revolotear por los palacios y huertos reales, tuvieren licor preparado para saciar libremente su sed, bebiendo las lluvias recogidas, o para acogerse a algunas pequeñas fosas clavadas por la propia naturaleza de las piedras y así halagaran con sus gratísimos cantos los oídos de los presentes. En esta época se hicieron tantas guerras y se sujetaron tantas provincias, que en breve se dilató el imperio del mar septentrional al austral. Y en la época también de estos dos reyes postremos, los tlaxcalteca y los hoexincenses hicieron la guerra al rey tetzcocano y al mexicano, a los cuales [mexicanos], a pesar de ser enemigos temidos y odiados, cuando huyendo de los tlaxcaltecas, se refugiaron en Tetzcoco en busca de auxilio y protección, Neçahoalcoyotzin poco antes les había recibido y protegido. Pero ¿por qué paso en silencio los hechos heroicos y humanos de este varón? Durante los años estériles, valiéndose de cualquier ocasión, para que no se resintieran, repartía la anona oculta y conservada desde mucho antes de su reinado. Por aquellos mismo tiempos comenzó a aparecer aquel conocidísimo esplendor casi una noche tras otra durante el espacio de cuatro años completos: empezó el año chichimetecpatl y desapareció en el año matlactlocetecpatl. También en ese tiempo en no pocos lugares se derrumbaron las cumbres de algunas montañas; algunas colinas se hundieron espontáneamente y fueron arrancadas de su sitio como por milagro piedras de inmensa mole. Se vio extinguirse [el resplandor] completamente cuatro años antes de la llegada de los españoles, y en este mismo tiempo ese príncipe se partió de los vivos. Tuvo cuatrocientas concubinas, de las cuales, según he oído, recibió trescientos cincuenta y cinco hijos. Cuando ya estaba cerca de la muerte, exhortó a sus súbditos para que no resistiesen a la gente que venía de longincuas regiones, por muy presto que llegara, y que no se esforzaran inútilmente en contra del hado, sino que cedieran. El sexto se llamó Cacamatzin, tiránicamente llevado al suelo [solio?] regio por el rey Motecçuma, que pospuso al hermano mayor y más honrado, a quien por naturaleza y por su valor y méritos, pertenecía el reino. Cacama reinó cuatro años. Bajo su imperio, los españoles, con el auspicio y providencia de los dioses, llegaron a estas regiones en sus flotas y a tan larga distancia del suelo paterno, sometieron en breve tantos millares de hombres, de pueblos y de ciudades a Carlos César y a sus descendientes, porque atemorizados aquellos por la artillería, los caballos, la pericia militar, los atabales, las armaduras y las armas de brillante acero, y completamente imperitos e ignaros, se juzgaron impares para conjurar y refrenar tanto daño como venía sobre el género humano. Llamado [Cacama] por el mismo Motecçuma por quien había sido alzado al imperio, Cortés lo puso en la cárcel, porque se había indignado en contra del rey de los mexicanos y por medio de sus enviados, criticaba con discursos su incipiente amistad con el jefe español y que tolerara con ecuanimidad la violencia y la injuria que se le hacían y porque [Cacama] amenazara vehementemente a los españoles. El séptimo, puesto en el trono por Cortés, se llamaba Tecocoltzin, quien reinó cuando tenía las riendas del imperio mexicano por la miserable muerte de Motecçuma, Quauhtimotzin. Este, ausente Cortés, que había ido a pedir refuerzos a los tlaxcalteca, fue muerto por su hermano Coanacotzin, al que pueden considerar como octavo; al cual, a quien Cortés hizo prisionero cuando volvió, siguió el noveno, Hernando, y a éste Ixtlilxochitl, que aun cuando reinó ocho años completos, siguió siempre las armas vencedoras de Cortés y quien en medio de los vencedores, no despreció su rudo vestido, casi no usado por ninguna gente, y llegó hasta el fin de su vida sin mudarlo por el español. Este, en mi opinión, no debe de pasarse en silencio, por más que omita los otros, los cuales ya brillando en estas playas el astro cesáreo, alguien llama con más propiedad Gobernadores que reyes. Pero vamos a lo que falta. Los señores de Tetzcoco erigieron muchos templos en los cuales acostumbraban venerar a los dioses de los mexicanos y principalmente a Titlacoa, Quetzalcoatl y Hoitzilopuchtli, los cuales consta entre ellos que fueron hombres, pero héroes y como semillero de dioses y fuerza inmortal. Pero antes de la llegada de los mexicanos, sólo consideraban como númenes el sol y la tierra. Uno [de los templos] era el mayor de todos; construido a una altura de seiscientos codos y de una maravillosa amplitud, desde su último piso (tanta era su altura), parecía a los espectadores que la Ciudad de México yacía muy cerca a sus pies. Ahí se rendían honores sumos a Huitzilopuchtli. Todavía quedan hoy en día vestigios, y gran copia de ladrillos crudos dispuestos en murallas de mayor a menor, adonde hacían sacrificios a Ecatl, dios de los vientos, ¿porque, en qué cosa no estaba persuadida que había un numen esa estupidísima raza de hombres, según la costumbre de los paganos? ¿Qué diré de la casa de Motecçuma, o del llamado Cuicacalli donde los niños de los tetzcoquenses se ejercitaban en bailes y cantos compuestos en honor de los dioses, de los reyes y de los héroes, en los que se contaban sus hazañas, y que ahora se usa como cárcel y de otras muchas que apenas podían ser alabadas como lo merecen por varones muy sabios? Las vestiduras de las mujeres y de los hombres eran semejantes a aquellas que usaban los mexicanos, a pesar de que las mujeres cubrieran en cueitl con un género de manto que se llamaba quezquemitl, tejido de hilos brillantísimos de algodón y los varones sólo blancos y sin ningún color, en contra de la costumbre de sus colindantes. Los sacrificios también y las inmolaciones de hombres eran casi los mismos, a pesar de que se sacrificaba un número mucho menor de enemigos, de esclavos o de comprados para este objeto, que en México. Porque entre éstos cada año perecían con los corazones arrancados en honor de los dioses, más de mil quinientos hombres y entre los tetzcoquenses se acostumbraba inmolar apenas trescientos. Este rito execrable nació de su cobardía y vergonzosa timidez, porque en manera alguna se atrevían a tener dentro de sus murallas y hogares a los prisioneros de guerra, o por esta otra razón: la de comer carne humana; cien años ha un hambre acerba los obligó, para no perecer, a comer carne de hombres sacrificados. No tenían ningunas instituciones legales ni jurídicas diferentes de los mexicanos; había en verdad pretores y tribunos de la plebe, de quienes podía apelarse a los senadores y al rey si fuese necesario o al triunvirato o consejo (así parece bien llamar al consejo de los tres reyes amigos y confederados), cuando ocurría algo que necesitara mayor examen o consulta. Por las mismas causas se ejecutaba a los reos, y no me parece que debe omitirse que procedían tan severamente en contra de los ladrones, que por una sola espiga de tlaolli robada, eran castigados con la pena capital y los adúlteros también, principalmente cuando maculaban la regia majestad, a tal grado, que un rey tezcoquense, poco antes de que las armas españoles penetraran en estas regiones, no sólo mandase matar a su mujer, sino a cuatrocientos otros varones y mujeres que se encontraron complicados, aunque en mínima parte, en este crimen; lo cual ocasionó tanto terror a todo, que estando en esas casas abiertas (porque en verdad no conocían el uso de las puertas antes de la llegada de los españoles), acostadas las mujeres y tiradas por todos lados cosas preciosísimas, ninguna llegó a ser violada por fuerza y ninguna cosa fue robada a hurtadillas. Pero declaremos ya el principio de los mexicanos, según las opiniones de algunos.